Cruzando el Río Grande: Entre Sueños y Odiseas

Illustration painted by author (Nilvio Alexander Punguil Bravo).


Nota del Autor

En cada rincón del mundo, existen relatos que definen culturas, identidades y experiencias personales. Las historias que narramos a menudo se convierten en espejos de sociedades más grandes y testimonios de la complejidad humana. Lo que sigue es una narración auto-etnográfica, una reflexión personal situada en la intersección de lo individual y lo cultural. Esta narrativa no solo describe un viaje físico y emocional hacia el Norte, sino que también, pone de manifiesto las luchas, esperanzas y realidades de aquellos que buscan un futuro mejor, dentro de un marco cultural y social eminentemente amplio. Al compartir mi historia, espero ofrecer una ventana a las vivencias y emociones de miles que, como yo, han cruzado fronteras en busca de sueños y oportunidades.

Testimonio

Me uní a esta travesía cuando tenía 17 años, mis pasos iban tras un futuro mejor y mi pecho abrigaba el deseo ferviente de reunirme con mi padre; fue así como me embarqué con rumbo al norte. A pesar de mi juventud y la incertidumbre del viaje, logré encontrar destellos de felicidad en los momentos más duros. El peligro era una sombra constante en nuestro trayecto. Sin embargo, la motivación de reencontrarme con mi padre y la esperanza firme de un futuro más prometedor, me impulsaron a seguir adelante. Este capítulo de mi historia no es el comienzo de caminatas y peripecias, sino, un extracto de lo sucedido en aquel entonces.

El viernes 27 de Julio a las 16H00 salimos de Nuevo Laredo, Tamaulipas, México hacia las afueras de la ciudad. Tamaulipas como la gran mayoría de ciudades en México tienen temperaturas y niveles de humedad muy altos. Usualmente el mes de Julio es temporada de lluvias. Nuestro viaje fue todo lo contrario. Era un mes extremadamente caluroso con un candente sol que nos quemaba la piel; al salir de la ciudad, cada persona llevaba consigo un galón de agua. Éramos 24 personas en este grupo incluyendo los dos coyotes, hombres y mujeres, algunas de ellas embarazadas y otras con sus bebés de pocos meses de nacidos. Caminamos por áreas desérticas rodeadas de matorrales secos que emitían ruidos al caminar sobre ellos. La caminata duró aproximadamente una hora, aquel día no había nubes que nos protegiera del inclemente sol ni árboles en cuya sombra pudiéramos descansar y a pesar de la corta caminata, el agua se había terminado drásticamente; pues el calor y la humedad pasaban los límites de aceptación.

Caminando por el abrasador desierto, mi actitud juguetona empezó a tambalearse. Las gotas de sudor que resbalaban por mi rostro reflejaban mi creciente miedo, debilitando mi optimismo. En cada paso que daba no podía evitar preguntarme si lograría llegar al otro lado, pues las fuerzas se me agotaban desmesuradamente. El calor implacable del desierto y el peso de lo desconocido me oprimían, dejando al descubierto mi fachada de confianza, grietas de dolor.

Después de haber caminado por más de una hora con las vestimentas húmedas de tanto transpirar, tuvimos que escondernos entre los matorrales y algunos árboles secos hasta que caiga la noche. Finalmente, estando debajo de estos árboles que apenas daban sombra, pudimos descansar; muchos de nosotros tuvimos que sacarnos los zapatos para poder descansar los pies; otros se sacaban la camisa o el pantalón para poder refrescar el cuerpo, algunos pedían más agua y aquellos que tenían, la compartían.

Estuvimos en ese lugar por más de siete horas, el viento no soplaba y el calor no cesaba; la gente comenzaba a angustiarse y los pequeños bebés a irritarse, ya que no había agua para calmar la sed ni comida para aplacar el hambre.

Estuvimos escondidos entre los matorrales para evadir a las patrullas de migración que deambulaban durante el día. Los llevadores nos decían que habláramos poco y en voz baja, ya que era muy importante que guardáramos energía para lo que vendría. Con la llegada de la noche, los llevadores salían a dar vueltas a sus alrededores y con binoculares, observaban el movimiento al otro lado de la frontera. La noche no era fresca como tanto la deseábamos; se sentía la humedad en nuestros cuerpos y gotas de sudor resbalaban una a una.

Había mucha angustia por saber qué vendría después. Habíamos esperado tanto tiempo sin tener algún indicio del siguiente movimiento. Había pequeños animales que nos hacían compañía: entre ellos, lagartijas que iban y venían a toda velocidad, ranas que empezaban a cantarle a la noche, una noche que atraía con sonidos extraños. Por otra parte, los llevadores estaban siempre pendientes de lo que ocurría; ellos se comunicaban por radio a través de claves con personas que estaban al otro lado del río.

La incertidumbre y la fatiga avanzaba al no tener agua ni alimento; los pobres bebés lloraban imparablemente. Los llevadores recalcaban que calmaran a los recién nacidos para no ser descubiertos por los oficiales de migración. Uno de los migrantes les brindó a las madres un pedazo de pan seco que había guardado. Estas para ablandar el pan tuvieron que ponérselo en la boca y dárselo a sus tiernos niños, quienes dejaban de llorar por pequeños períodos de tiempo.

Aquella lúgubre noche, alrededor de las 23H00 y cuando no se veían patrullas de migración, los llevadores en voz baja dijeron: “alístense que ya vamos a pasar”. Los llevadores eran dos personas que sabían cómo pasar el río y la hora en que los patrulleros de migración dejaban de vigilar. En ese momento, todos estábamos ansiosos de cruzar al otro lado y al mismo tiempo asustados, ya que habíamos escuchado comentarios de que el río Bravo había cobrado muchas vidas. Estos comentarios no fueron de mucha ayuda; al contrario, causaron mucho pánico.

Fue entonces cuando un nudo se formó en mi garganta, sabiendo que estábamos muy cerca de algo, un río desconocido y el anhelo ferviente de cruzarlo. El miedo a lo desconocido me atrapaba con fuerza, mi corazón latía con mucha intensidad; el pensamiento de atravesar esas aguas despertaba en mí una mezcla de emociones: temor, vulnerabilidad y una persistente chispa de esperanza. Una vez más, luchaba con la realización de que el viaje en el que me había embarcado no solo se trataba de buscar una vida mejor, sino también de enfrentar la posibilidad de arriesgarlo todo.

Unas boyas que misteriosamente aparecieron estaban listas e infladas para su uso. Los llevadores repetían: “sáquense la ropa y pónganla en la funda plástica que se les dio”. Fue así como, sin hacer mucho escándalo y en ropa interior, nos fuimos acomodando uno a uno para empezar a pasar el río. Las boyas fueron amarradas con sogas en forma de cadena para mantenernos juntos; los llevadores iban al frente nadando, mientras jalaban las boyas amarradas a sus cuerpos. Eso no fue fácil; recuerdo que decían: “Naden, naden, no paren de mover brazos y piernas; asegúrense siempre de las boyas”. Yo con mi joven edad y sin saber lo que es el peligro, crucé el río nadando sin boyas, ayudando a tirar de las sogas.

Mientras pasábamos el río Bravo, se sentía en el aire la angustia y desesperación, todos estábamos asustados. Los bebés y sus madres lloraban sin tener forma de consolarlos; fue un momento crítico y alarmante para todos. De las 24 personas que íbamos, cinco de ellas no sabían nadar, complicando y haciendo el cruce más forzoso, a pesar de que el río Bravo es poco profundo y angosto –hay segmentos que puede alcanzar los 2.5 metros de fondo–.

El trayecto de cruzar el río duró aproximadamente 20 minutos, que se sintieron horas. En este escuchaba chapoteos de la gente nerviosa, queriendo apresuradamente llegar hasta la orilla. Muchas madres lloraban inconsolablemente, pensando que se iban a ahogar con sus bebés; los bebés lloraban por el extremo cambio en sus cuerpecitos al estar en el agua. Cuando llegamos al otro lado del río, los llevadores repetían, “hagan callar a sus bebés que por ellos nos pueden descubrir”. También dijeron lo que todos anhelábamos escuchar: “Bienvenidos al norte.” Al fin estábamos en tierras estadounidense.

Mi cuerpo gastado por cruzar el río recibió una abrumadora sensación de alivio. Me desplomé sobre la tierra extranjera, temblando de agotamiento y al mismo tiempo de felicidad; el peso de nuestra hazaña me inundó, llevando lágrimas a mis ojos. A pesar de las adversidades, habíamos triunfado. En ese breve instante, sentí una profunda satisfacción por haber sobrevivido, valorando cada detalle de mi entorno y permitiéndome sentir un rayo de esperanza. 

Puedo decir finalmente que fuimos afortunados esta vez, pero no podemos ignorar que no todos los viajes tienen éxito. La supervivencia de nuestro grupo nos recordó de manera contundente los sacrificios y peligros sufridos por innumerables personas que emprenden viajes similares. Tuvimos suerte, pero esta no es una garantía para todos.

Al pisar tierra estadounidense, una oleada de emociones contradictorias me embargó. Reconocía el bienestar de mis compañeros de travesía, pero también era consciente de que lo que nos esperaba no sería sencillo.

Han pasado muchos años de esta odisea y los recuerdos siguen grabados en mi mente como si hubiera sido ayer; me doy cuenta de cómo mi optimismo juvenil me protegió. Hoy puedo decir que el viaje desde Ecuador a Estados Unidos es una mezcla de sueños y tragedia que dejó una marca indeleble en mi alma. Llevo el peso de esa experiencia comprendiendo los sacrificios realizados y la fortaleza necesaria para resistir. Mirar hacia atrás me llena de una profunda gratitud, por mi supervivencia y un indescriptible reconocimiento a las innumerables personas que conocí y traté.

About the Author

Alex is originally from Ecuador and has lived in the United States for more than 20 years now. He is a third-year PhD student at the School of Human Ecology, specializing in the Civil Society and Community Research (CSCR) program. Alex is a passionate writer, storyteller, musician, and painter who aims to share experiences and perspectives from diverse cultures and backgrounds. He believes in exploring the intersection of individual narratives and broader societal themes. Through his writing, Alex aims to shed light on the human condition, the complexities of migration, and the pursuit of dreams in the face of adversity. His work is inspired by personal experiences and observations, seeking to foster understanding and empathy in an ever-changing world. Alex truly believes that the power of storytelling can bridge gaps and build connections.

 

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